En cada existencia, el alma se viste con un nuevo traje de limitaciones que debe trascender para adquirir madurez espiritual y, con ella, el dominio consciente de la infinita capacidad del Ser.

En cada nueva oportunidad, a través de nuestro encuentro con las dualidades placer-dolor, salud-enfermedad, bueno-malo, justo-injusto, éxito-fracaso… el alma va incorporando a la conciencia las conclusiones que le han aportado las vivencias necesarias para su evolución.

Este aprendizaje no se hace por experiencia ajena, ni mediante consejos, ni a través del intelecto, sino aventurándonos en el propio y personal acaecer, asumiendo todos los riesgos y las consecuencias que conlleva avanzar a través del ensayo y del error.

Por razones prácticas y de espacio, en la mente consciente no se guarda recuerdo sino de aquellas experiencias que han sido más significativas. Así como no recordamos los detalles sobre cómo aprendimos a caminar o hablar, pero sí tenemos los conocimientos para hacerlo, mucho menos podemos recordar experiencias vividas con los cuerpos en los que encarnamos con anterioridad.

Además, si es difícil manejar los traumas, los errores y los sentimientos de culpa, imagínense lo doloroso que sería el tener que cargar con los de vidas anteriores. Muchos nos quejamos por no recordar nuestras vidas pasadas, cuando es más bien una bendición. El pasado ya lo vivimos, es “materia vista”, no es necesario revivirlo. Lo verdaderamente importante y novedoso se encuentra en el presente.

Sin embargo, si fuese necesaria, parte de esa información puede ser nuevamente evocada, pues todo se graba en archivos especiales de la mente subconsciente –lo llamados archivos Akáshicos o del alma–, a los que se puede tener acceso mediante los medios apropiados: la hipnosis, las regresiones, los sueños o por revelaciones que pueden ocurrir espontáneamente o en estado de meditación.

Dios es la Totalidad, es el Ser y la Nada, estamos en Él y Él en nosotros, somos Su creación.

Él se expande en y a través de nuestras creaciones.

Cada uno de los integrantes del universo manifiesta su propósito y cumple una función para el equilibrio de la Totalidad. Cada uno de nosotros – sus criaturas – somos importantes y necesarias.

Los seres humanos, además, hemos sido dotados de autoconciencia, de individualidad, de una inteligencia y de genio creador. En la medida en que cada quien va despertando a esa realidad comenzamos a reconocer que somos únicos e irrepetibles, que somos especiales, y que, por tanto, nadie puede hacer por mí lo que sólo Yo Soy en mí puede. Con nuestro aporte original el universo se enriquece, el Ser se expande y nosotros nos realizamos como creadores, hemos sido creados por evolución y evolucionamos por la creación.

Cada vez que reiniciamos una nueva jornada encarnando en el mundo de la materia-energía, perdemos conciencia de Ser y de unidad y comenzamos de nuevo a aprender en un cuerpo joven, inocente e inexperto. Rápidamente nos cautiva la intensidad de las sensaciones que experimentamos y nos identificamos con las limitaciones que percibimos mediante los sentidos corporales, perdiendo así la conciencia de pertenecer a la totalidad y desarrollamos la creencia de falsa separatividad que es el origen de todos los sufrimientos.

Adquirimos una raza, un sexo, un nombre y apellido, y comenzamos a ser modelados por la influencia de los familiares, las tradiciones, la religión, la cultura y la sociedad de consumo, con lo que surgen las contradicciones. Nuestra vida se torna “un campo de batalla” en el que se enfrentan las necesidades de nuestro Ser Real con las condiciones que nos impone nuestra nueva personalidad.

Progresivamente vamos perdiendo terreno, las diversas exigencias nos van condicionando y restringiendo el placer de vivir. Perdemos contacto incluso con nuestras necesidades auténticas, con nuestra verdadera naturaleza, adoptando las posturas y máscaras que mejor se adapten a las demandas externas. Para ser queridos y apreciados tenemos que ser y hacer lo que los demás esperan de nosotros, y terminamos sintiendo que valemos por lo que hacemos o por lo que poseemos, y no por lo que somos.

Todo este proceso hace que nuestras referencias y pautas para la vida provengan de “afuera”. Así vamos perdiendo la capacidad de ver hacia adentro, de encontrar la guía interior y escuchar nuestra propia voz a través de la intuición. El acceso a la sabiduría se ve entonces restringido porque en los momentos en que nos toca afrontar las siempre cambiantes situaciones que se nos presentan, hacemos uso de información que ha sido memorizada de forma automática e inconsciente, mediante patrones rígidos y llenos de prejuicios. De esta forma dejamos de lado la capacidad de ser inteligentes y responder con imaginación y creatividad, “con algo nuevo ante lo nuevo”.

Viéndonos por tanto aislados de nuestro guía interior y creyéndonos separados del mundo, ya no sabemos nada con certeza, y nuestra interpretación de la vida queda entonces determinada por un esquema de valores y creencias ajeno que nos ha sido inculcado.

Con la pérdida de nuestros recuerdos anteriores al nacimiento y la consecuente incertidumbre sobre lo que nos espera después de la muerte, la vida se nos convierte en un misterio que cada cuál afronta como puede. Imbuidos en el drama de la existencia, con el pasar de los años vamos dejando atrás muchas de las virtudes de nuestra niñez, como la inocencia gracias a la que podíamos maravillarnos ante todas las cosas, la espontaneidad que teníamos para sorprendernos y, en general, la capacidad para disfrutar de la dimensión jubilosa de la vida.

Sin embargo, todo esto forma parte de las condiciones y circunstancias necesarias para crear el escenario perfecto en el que nuestras almas puedan descubrir lo que ya saben; adquirir conciencia y responsabilidad sobre nuestras vidas y su interrelación armónica con el universo, y poder así hacernos acreedores de nuestra herencia cósmica de paz, salud y prosperidad.

Toda esta abundancia está a la espera de que percibamos nuevamente la Dimensión Espiritual de la Existencia. Es al recuperar esta visión más completa e integral de nuestras vidas que podemos penetrar con verdadera comprensión hasta el valor didáctico que se haya detrás de todas y cada una de las experiencias que nos ha tocado vivir: bajo esta nueva luz podemos entenderlas entonces como justificadas y hasta imprescindibles en el proceso de evolución.

Quiero decir, con lo anterior, que en algún momento tendremos que madurar como conciencias individuales para atrevernos a separarnos al menos un poco de la noción de realidad que nos ha inculcado la cultura y las respectivas religiones. Sólo así podremos sentir y conectarnos directamente, sin intermediarios, con nuestro espíritu y con Dios, y encontrarle sentido a nuestra propia realidad espiritual.

Pues la visión de espiritualidad que muchos tenemos no corresponde a una experiencia personal sino a una interpretación intelectual de “otros”, sacada de referencias de libros que, además, en su mayoría no fueron escritos ni siquiera por las personas a quienes se les atribuyen (Jesús y sus discípulos o Buda), a pesar de lo cual, posteriormente, se convirtieron en los dogmas que nos pautan las religiones para hacernos creer que somos espirituales.

Pero, discúlpenme, lo espiritual no corresponde a conceptos objetivos, comunicables y discutibles; son vivencias subjetivas de nuestra realidad interior imposibles de comunicar con propiedad y que no dejan lugar a dudas. No es filosofía ni ciencia es la verdadera religión –del latín religare que significa re-unión. 

Lo espiritual no es una creencia de unidad y devoción sumisa a la supuesta “Ley de Dios” sino un sentimiento inequívoco de Unidad y certeza interior.

Desde el punto de vista de nuestro potencial humano, sin embargo, resulta lamentable que nuestra relación con el mundo se haya reducido a sólo un vínculo de interés utilitario. Les hemos asignado un valor puramente objetivo a todos nuestros hermanos de la Creación; a las plantas, los animales, las personas –con lo que, al final, todo cuanto nos rodea no pasa de ser más que meras cosas. Hemos “cosificado” la vida.

Cada cosa ha adquirido para nosotros el interés del provecho que podamos sacarle y hemos dejado de tener una relación viva con la naturaleza, con lo que hemos dejado de escuchar su voz, la voz con la que lo vivo nos habla, pues todo, todo realmente está vivo.

Además, al dejar de percibir la Dimensión Espiritual, nuestras vidas se desenvuelven en medio de actuaciones inconscientes y automáticas, a una velocidad tal que nos perdemos la posibilidad de vivir el momento: nuestra conciencia, proyectada hacia “cómo voy a hacer lo que voy a hacer” o enganchada en “porqué me pasó lo que me pasó”, ni siquiera está presente.

Con una actitud de semejante ausencia ¿Cómo podemos verdaderamente disfrutar de la Vida, si por instantes fugaces apenas logramos “presenciarla”?

Hace algunos años vino a mi consulta una joven que padecía de un grado de artritis que la limitaba en su capacidad de desplazarse. Aunque se movía lentamente en relación al común de las personas –y quizás precisamente por eso– tenía una disponibilidad mucho mayor que la que comúnmente tiene la gente para percibir y disfrutar de las flores, las pinturas, la arquitectura, los sonidos de la Naturaleza y, en fin, para apreciar los más mínimos detalles a su alrededor.

Es cierto que esta joven estaba limitada en un sentido físico, pero en otro sentido esa limitación constituía también una ventaja y oportunidad que le brindaba otro universo de posibilidades, abriéndola a un mundo de percepciones que suele ser ignorado por el común de la gente.

Su propio proceso contribuyó a sensibilizarla, propiciando en ella el desarrollo de facultades que podían ayudarle a trascender las limitaciones de su mente utilitaria y objetiva para así contactarse más intensamente con lo que Es, con este preciso instante, con lo que está aquí y ahora, con lo que verdaderamente es fundamental.

A la velocidad con la que vivimos nuestras vidas no nos damos el chance de que la Vida pase por nosotros; nos perdemos de apreciar la magia que se nos manifiesta en cada instante.

Pasamos por la vida con una atención tan mínima y dispersa que nos perdemos el sentido y la intensión causal precisa que existe para nosotros detrás de cada experiencia, en cada “cosa” que se nos aparece, en cada persona que conocemos. Se nos escapa la posibilidad de enriquecernos mediante un vivenciar consciente y reverente del “instante sagrado”. Y por el contrario, simplemente existimos, inconscientes de cómo Vivir en forma plena y verdadera.

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