“La enfermedad de la mente es enfrentar lo que nos gusta con lo que nos disgusta”.

Todo impacto y toda demanda genera tensión, porque entramos en conflicto al resistirnos a aceptar los acontecimientos o al creer que no podemos cumplir con las exigencias. Es ahí cuando se genera el roce que conduce al desgaste, y esa es la fuga de energía que nos desequilibra, produciendo enfermedad.

Quizás le damos demasiada importancia a cosas pequeñas, le damos demasiado valor a que las cosas sean como queremos, vivimos sólo en función del placer, rechazamos el dolor, el malestar y los inconvenientes.

Pero, ¿quién dijo que vivir era fácil? Por otra parte, tampoco es tan difícil, lo que pasa es que nosotros nos complicamos la vida. Vivimos en función del dinero, del éxito y del poder, esperando que al conseguirlos vamos a obtener la felicidad -como que si sólo los ricos tuvieran derecho a ser felices-.

Les aseguro que son muy pocos los que, teniendo dinero, son capaces de ser felices, más bien son muchos los individuos que, siendo humildes y sencillos, saben apreciar lo poco que tengan… ahí radica su verdadera riqueza, pues es poco lo que requieren para ser felices.

Hay una anécdota del maestro griego Sócrates, del siglo V a.de c., al cual en una oportunidad un amigo le pregunta por qué iba tanto a los mercados si nunca compraba nada, y él respondió: “porque viendo tantas cosas me doy cuenta que son tan pocas las que necesito para ser feliz”.

Pero ponemos todas nuestras esperanzas en la obtención de logros materiales, y vivimos padeciendo por no poder obtener las cosas que deseamos, mientras perdemos la capacidad de disfrutar de todo lo que sí tenemos.

Es en la aceptación del ser, de uno mismo y de la vida tal como se presenta, donde está la clave para la verdadera paz y felicidad, y es que aceptarnos a nosotros mismos es el primer paso. No podemos aceptar el mundo si no nos aceptamos a nosotros primero.

¿No es ese el primer mandamiento de la Ley de Dios, amar a prójimo como a ti mismo? ¿Cuál es la medida del amor a los demás, sino el amor hacia mí?, y ¿Cómo puede haber amor si me rechazo?

Recuerdo una fábula sobre un jardín cuyo jardinero era Dios y en el cual habían muchos árboles y plantas florales.

Un día el jardinero se acercó a un roble, un árbol inmenso que tenía las ramas caídas, las hojas marchitas y se veía triste, y le pregunta: ¿Por qué te encuentras así? Le responde: Porque quisiera poder dar frutos como el mango, que todos pudieran comer y ser más digno y útil ante tus ojos.

Luego, se acerca a un árbol de mango que tenía frutos muy pequeños, estaba triste y alicaído, y le pregunta por qué estaba en ese estado, y el árbol le responde que quisiera poder tener flores hermosas y fragantes, que atrajesen a las mariposas, donde cantaran los pájaros y cuyo aroma regocijase a todo aquel que se acercase, en vez de estar doblado por el peso de esta carga.

Luego se acercó a una mata de rosas y la encuentra sin brillo, con las flores marchitas y las hojas secas, y le pregunta por qué está en ese estado de tristeza, y el rosal le responde, porque quisiera ser alto y elegante como un roble, de manera de dar sombra a todos los que pasen cerca de mí, en vez de tener estas espinas por las que todos me evitan.

Después se acerca a un arbusto que luce alegre y hermoso y le pregunta: ¿Por qué te encuentras tan bien? Porque simplemente soy lo que soy y sólo eso puedo ser, y porque dar lo mejor de mí es una celebración y la mejor manera de agradecerte el que me hayas dado un espacio en tu jardín. Pienso que si hubieras querido un árbol de sombra, hubieses sembrado aquí un roble. Tal vez si hubieras querido flores, hubieses sembrado un rosal, y si hubieras querido frutas, aquí las hubieses sembrado.

Necesitamos una filosofía de vida que nos ayude a entender que lo desagradable no es necesariamente malo, por el contrario suele ser aleccionador. Todo cumple alguna función y es necesario. Sería muy conveniente si pudiésemos comprender que tampoco existen las injusticias como tales. Pues todo lo que ocurre obedece al principio de causa y efecto, acción y reacción, por correspondencia. Todo tiene una razón de ser y aporta algo para nuestro desarrollo espiritual, para el crecimiento de nuestra alma, para la evolución de la conciencia a través de las experiencias. Gústenos o no, eso es irrelevante.

Como cuando estudiamos para graduarnos, hay pruebas, materias exigentes, profesores malucos que filtran a los estudiantes con exámenes difíciles, todo eso ocurre si, pero, aunque nos raspen una y otra vez, algún día tendremos que pasar los exámenes si queremos graduarnos realmente. Y eso será cuando verdaderamente dominemos la materia.

Es en la aceptación donde fluye la vida, la salud, la vitalidad y la plenitud, no en el conflicto, en el rechazo, la ambición o la inconformidad.

¿Cómo aprender a ser conformes con lo que somos, con lo que tenemos? ¿Cómo aprender a fluir ante lo que nos ofrece la vida? ¿Cómo aprender a aceptar los acontecimientos, cómo asimilar el dolor, cómo entender la enfermedad? Tener respuesta a estas preguntas es aprender el arte de vivir, el arte de ser, y el dominio de ese arte nos conduce a la meditación.

Necesitamos instrumentos que le permitan al organismo la recuperación eficaz de sus recursos energéticos. Técnicas que permitan un descanso profundo del cuerpo, que propicien la tranquilidad emocional y la paz mental. Necesitamos retomar el control de nuestras vidas y, para ello, la relajación, la concentración y la meditación son instrumentos valiosísimos y fundamentales, por demás de extrema sencillez y de fácil ejecución.

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